sábado, 26 de octubre de 2019

El día de las ánimas.


EL DÍA DE LAS ÁNIMAS



Este es el día en el que las ánimas tienen un permiso especial de los cielos para visitarnos, decía mi madre mientras me levantaba de la cama bien temprano porque había que dejar las camas libres para que descansaran los difuntos. Se cambiaban las sábanas, se ordenaba y se limpiaba la casa y se encendían las tradicionales "palomillas" o "mariposas" para iluminar a las almas. Era un día de mucho respeto, así que, si se me ocurría correr o levantar la voz por los pasillos o las habitaciones de la casa, me ganaba una buena reprimenda ya que podría, sin querer, atropellar a los difuntos, y estos, se podrían enfurecer y asustarnos a todos porque, en ese día, tenían poderes especiales que provenían del Espíritu Santo, y si les faltábamos al respeto, podrían usarlos contra nosotros. 

También era muy importante vigilar el aceite para que no se apagaran las "mariposas", ya que este olvido, igualmente podría incomodar a los espíritus que, por lo visto, en esos días tenían muy mala leche. 

Más tarde se iba al cementerio a colocar los ramos de crisantemos o claveles como ofrenda para los difuntos y, ya que estábamos allí, aprovechábamos para charlar  con la familia y con la gente de los nichos vecinos, los cuales, normalmente, solo veíamos de año en año. Era como una fiesta. 

Los días previos a la celebración, mi madre y sus amigas los dedicaban a elaborar esos dulces típicos que tanto nos gustaban: los huesos de santo, los buñuelos de calabaza, y las gachas con arrope y calabazate. El arrope y el calabazate lo vendía un señor que iba por las calles en una moto gritando a los cuatro vientos su mercancía. 
Mi madre  contaba que, cuando ella era pequeña, la noche de difuntos se elaboraba una gacha de harina y agua para tapar los orificios de las grandes cerraduras de entonces. De esta manera se evitaba que las almas en pena, que vagaban por las calles, entraran en las casas. Siempre sobraba gacha, así que, como en esos días no se desperdiciaba nada, acompañada del conocido arrope, pronto se convirtió en el plato típico de la noche de difuntos. 

Al atardecer, nos sentábamos alrededor de la mesa camilla y del brasero, porque en aquellos días sí que hacía frío, entonces, la señora Juana y mi madre, adornando sus historias con voces siniestras y tañidos de campana, lanzando suspiros al aire, nos contaban inquietantes leyendas de aparecidos que, a pesar de ser las mismas cada año, nos ponían a todos los pelos de punta y nos helaban la sangre. Y aunque la tradición decía que las ánimas se retiraban a sus nichos por la noche, a ver quién era el guapo que se atrevía a salir de debajo de la mesa camilla después de haber escuchado esas historias a las que, año tras año, se les añadía algún nuevo y escabroso dato, seguramente olvidado el año anterior. 

La noche de difuntos lo pasaba fatal, pero me gustaba mucho aquel ambiente tan diferente al del resto del año. 

Y fue precisamente un día de difuntos cuando la vi. 

Fue en el cementerio de San Bartolomé, un pueblo muy cerca de Orihuela, en la Vega Baja del Segura. Yo tendría alrededor de seis o siete años y acompañaba a mi madre, como todos los años por estas fechas, a llevar flores a los difuntos. Mientras ella hablaba con otras personas, arreglaba el lugar, colocaba las flores y rezaba, yo me dedicaba a deambular por allí. 
Y entonces sucedió. Tuve claramente «esa sensación» tan diferente, volví la cabeza y la «vi». Estaba allí y era una niña como yo, con un abriguito de dos colores abotonado hasta el cuello, unas calcetas blancas y unos zapatitos negros de charol; el pelo liso, cortado un poco más arriba de los hombros y un gracioso flequillo que terminaba de enmarcar esa carita tan dulce y tan bonita que yo, aunque tenía muy claro que ella no pertenecía a este mundo, «veía» claramente. 
Tenía una amplia sonrisa y me estaba mirando. En ningún momento sentí dudas o tuve miedo, y aunque en realidad no estaba usando los ojos físicos, la «veía» y la sentía, muy dentro de mí. 
Es más, supo hacerse entender con claridad a través de pequeños y sencillos «juegos» muy reales para mi mente infantil... 
No tenía miedo, así que me dejé guiar hasta la otra parte del cementerio. Entonces vi su foto. 
Cuando quise darme cuenta, ella había desaparecido. 
Corrí al panteón familiar y, mientras mi madre hablaba con mis tíos, sin que nadie me viese, cogí una flor del jarrón del abuelo. «Al abuelo no le importará compartir» pensé, y sin vacilar fui donde ella me había guiado y la coloqué sobre su tumba. Entonces, comencé a sentirla de nuevo. 
Ella sabía que para mí, la muerte no existía, por eso creo que me eligió de entre todas las personas que había por allí. 
Momentos antes de desaparecer, dijo que éramos amigas y yo, con una amplia sonrisa, asentí. Muchas veces a lo largo de mi vida la he recordado y todavía la sigo «viendo» de vez en cuando… y aunque yo haya crecido, aún seguimos siendo amigas. 
Es más, todavía, y cuando nadie me ve, le dejo flores como antes...

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...