miércoles, 27 de julio de 2022

sábado, 1 de febrero de 2020

Las sorprendentes habilidades psíquicas de nuestras mascotas.









LAS SORPRENDENTES HABILIDADES PSÍQUICAS DE NUESTRAS MASCOTAS

Nuestras mascotas tienen superpoderes especiales que los hacen ser aún más maravillosos de lo que habitualmente son, y es que además del amor y la ternura que desprenden, son especiales. Pero no sólo nuestras mascotas son capaces de mostrar sus superpoderes, también el resto de animales, los cuales, al igual que superhéroes, advierten cosas de las que nosotros no nos damos cuenta, quizás porque somos tan sumamente humanos que a veces olvidamos que también tenemos una parte animal que tal vez se active cuando nos sentimos amenazados, pero que el resto del tiempo permanece oculta y no nos deja disfrutar esa extraordinaria sensibilidad que, con seguridad, tienen nuestras queridas mascotas. Y es que los animales poseen un increíble desarrollo de sus facultades extrasensoriales del que carecemos los humanos. Gran parte del reino animal y, entre ellos gatos y perros, tienen una especie de energía psíquica, un sexto sentido, que les permite estar en sintonía con el mundo invisible, detectar presencias inexplicables, predecir terremotos, enfermedades e incluso la muerte, además de demostrar una hermosa capacidad telepática con sus dueños. La telepatía es la transferencia de contenidos psíquicos entre diferentes individuos. Este concepto es más antiguo de lo que creemos, ya que las primeras civilizaciones afirmaban que tenían un contacto superior con los seres de la naturaleza, a través de sus espíritus y de sus almas. Cosa que nosotros, a día de hoy y debido a los tiempos que corren, siempre tan agitados, es posible que hayamos olvidado y por eso no recordamos nuestra habilidad innata para “escuchar” a las plantas y a los animales, pero no te preocupes porque el recordar esta habilidad es solo cuestión de práctica y, sobre todo, de creer en ella. Pero el resto de los seres vivos, sí conservan intacta la capacidad de comunicarse entre ellos sin necesidad de palabras, además de reconocer cosas que al parecer están lejos de nuestro alcance, ya sabéis, porque no tenemos tiempo para escuchar a la naturaleza o para sentir el planeta. No obstante y pese a que para la mayoría de nosotros pase desapercibida, sí existe una memoria inmaterial en la naturaleza a la que todos tenemos acceso, solo hay que practicar un poco y recordar. 
Cuando el dueño piensa en él, el perro lo sabe y lo mismo sucede con los gatos. Cuando estoy en casa, mi perro jamás se separa de mi lado, sin embargo mi gata, que aparenta ser mucho más distraída, sin duda reconoce mis pensamientos pues, cada vez que pienso en ella, aparece, se desliza suavemente a mi lado y me mira con cariño. Después, con pequeños y discretos maullidos, uno diferente para cada orden, me dirige, y como siempre, hago todo lo que ella quiere. Ella es la jefa, sin duda. El que tiene gatos lo sabe. 
Mi perro, un ratito antes de llegar, ya me está esperando sentado frente a la puerta, da igual a la hora que llegue, él lo sabe. ¿Telepatía? ¿Conexión? Creo que sí. Y es que la telepatía no es algo tan sobrenatural o tan paranormal como pensamos, la llevamos en nuestro ADN y forma parte de la comunicación de animales y de humanos. Si lo pensamos bien, seguramente encontraremos muchos momentos en nuestras vidas en los que hemos tenido telepatía con personas o animales, por un momento comprendimos y supimos lo que nos querían decir antes de que lo hicieran, aunque el lenguaje corporal también tiene mucho que decir en todo esto. Los animales te observan, observan tus movimientos, están atentos a tus gestos, a tus emociones, a todo lo que haces diariamente y al establecer un vínculo contigo saben todo lo tuyo e intentan adelantarse a tus pensamientos. 

sábado, 26 de octubre de 2019

El día de las ánimas.


EL DÍA DE LAS ÁNIMAS



Este es el día en el que las ánimas tienen un permiso especial de los cielos para visitarnos, decía mi madre mientras me levantaba de la cama bien temprano porque había que dejar las camas libres para que descansaran los difuntos. Se cambiaban las sábanas, se ordenaba y se limpiaba la casa y se encendían las tradicionales "palomillas" o "mariposas" para iluminar a las almas. Era un día de mucho respeto, así que, si se me ocurría correr o levantar la voz por los pasillos o las habitaciones de la casa, me ganaba una buena reprimenda ya que podría, sin querer, atropellar a los difuntos, y estos, se podrían enfurecer y asustarnos a todos porque, en ese día, tenían poderes especiales que provenían del Espíritu Santo, y si les faltábamos al respeto, podrían usarlos contra nosotros. 

También era muy importante vigilar el aceite para que no se apagaran las "mariposas", ya que este olvido, igualmente podría incomodar a los espíritus que, por lo visto, en esos días tenían muy mala leche. 

Más tarde se iba al cementerio a colocar los ramos de crisantemos o claveles como ofrenda para los difuntos y, ya que estábamos allí, aprovechábamos para charlar  con la familia y con la gente de los nichos vecinos, los cuales, normalmente, solo veíamos de año en año. Era como una fiesta. 

Los días previos a la celebración, mi madre y sus amigas los dedicaban a elaborar esos dulces típicos que tanto nos gustaban: los huesos de santo, los buñuelos de calabaza, y las gachas con arrope y calabazate. El arrope y el calabazate lo vendía un señor que iba por las calles en una moto gritando a los cuatro vientos su mercancía. 
Mi madre  contaba que, cuando ella era pequeña, la noche de difuntos se elaboraba una gacha de harina y agua para tapar los orificios de las grandes cerraduras de entonces. De esta manera se evitaba que las almas en pena, que vagaban por las calles, entraran en las casas. Siempre sobraba gacha, así que, como en esos días no se desperdiciaba nada, acompañada del conocido arrope, pronto se convirtió en el plato típico de la noche de difuntos. 

Al atardecer, nos sentábamos alrededor de la mesa camilla y del brasero, porque en aquellos días sí que hacía frío, entonces, la señora Juana y mi madre, adornando sus historias con voces siniestras y tañidos de campana, lanzando suspiros al aire, nos contaban inquietantes leyendas de aparecidos que, a pesar de ser las mismas cada año, nos ponían a todos los pelos de punta y nos helaban la sangre. Y aunque la tradición decía que las ánimas se retiraban a sus nichos por la noche, a ver quién era el guapo que se atrevía a salir de debajo de la mesa camilla después de haber escuchado esas historias a las que, año tras año, se les añadía algún nuevo y escabroso dato, seguramente olvidado el año anterior. 

La noche de difuntos lo pasaba fatal, pero me gustaba mucho aquel ambiente tan diferente al del resto del año. 

Y fue precisamente un día de difuntos cuando la vi. 

Fue en el cementerio de San Bartolomé, un pueblo muy cerca de Orihuela, en la Vega Baja del Segura. Yo tendría alrededor de seis o siete años y acompañaba a mi madre, como todos los años por estas fechas, a llevar flores a los difuntos. Mientras ella hablaba con otras personas, arreglaba el lugar, colocaba las flores y rezaba, yo me dedicaba a deambular por allí. 
Y entonces sucedió. Tuve claramente «esa sensación» tan diferente, volví la cabeza y la «vi». Estaba allí y era una niña como yo, con un abriguito de dos colores abotonado hasta el cuello, unas calcetas blancas y unos zapatitos negros de charol; el pelo liso, cortado un poco más arriba de los hombros y un gracioso flequillo que terminaba de enmarcar esa carita tan dulce y tan bonita que yo, aunque tenía muy claro que ella no pertenecía a este mundo, «veía» claramente. 
Tenía una amplia sonrisa y me estaba mirando. En ningún momento sentí dudas o tuve miedo, y aunque en realidad no estaba usando los ojos físicos, la «veía» y la sentía, muy dentro de mí. 
Es más, supo hacerse entender con claridad a través de pequeños y sencillos «juegos» muy reales para mi mente infantil... 
No tenía miedo, así que me dejé guiar hasta la otra parte del cementerio. Entonces vi su foto. 
Cuando quise darme cuenta, ella había desaparecido. 
Corrí al panteón familiar y, mientras mi madre hablaba con mis tíos, sin que nadie me viese, cogí una flor del jarrón del abuelo. «Al abuelo no le importará compartir» pensé, y sin vacilar fui donde ella me había guiado y la coloqué sobre su tumba. Entonces, comencé a sentirla de nuevo. 
Ella sabía que para mí, la muerte no existía, por eso creo que me eligió de entre todas las personas que había por allí. 
Momentos antes de desaparecer, dijo que éramos amigas y yo, con una amplia sonrisa, asentí. Muchas veces a lo largo de mi vida la he recordado y todavía la sigo «viendo» de vez en cuando… y aunque yo haya crecido, aún seguimos siendo amigas. 
Es más, todavía, y cuando nadie me ve, le dejo flores como antes...
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